Aquella noche salí a tirar la basura y algo me detuvo… había un husky amarrado a la reja, justo junto a los contenedores. Estaba dormido, hecho bolita, con su pelaje lleno de tierra y una cadena tan corta que casi no podía moverse.

Pregunté con los vecinos y nadie sabía nada. Algunos comentaron que llevaba ahí desde temprano, que su dueño nunca regresó por él. Se veía que tenía frío… y hambre.

Me acerqué con calma. Cuando abrió los ojos, no ladró ni se alejó… solo me observó, como esperando que por fin alguien hiciera algo por él.

Lo solté y me lo llevé. Le di agua, comida y un sitio tibio para dormir. Esa primera noche casi no se movió, pero al siguiente día ya movía la cola y caminaba detrás de mí a todos lados.

Con el tiempo fue recuperando fuerzas, el brillo en el pelo y esa mirada viva que tienen los huskies cuando se sienten libres. Le puse nombre: Nieve, por su color y porque a pesar de todo conservaba esa nobleza limpia que solo tienen los animales que no guardan rencor.

Hoy vive conmigo. Cada vez que lo veo dormir tranquilo, recuerdo cómo lo encontré junto a esos botes. Y pienso que ese día tuvimos suerte los dos.

Esa pequeña alma no solo fue rescatada de la basura… nos rescatamos mutuamente.

Su compañía espantó la soledad de mis noches, y yo le di el hogar que merecía.

A veces lo miro y entiendo que ya no es “el perro que hallé”… ahora es mi compañero, mi familia, mi pedacito de esperanza hecho patas.

Laborissmo seguirá informando…