Impotencia, dolor y pena son la estela que dejó tras su partida: Carlos Manzo.
Por: José Antonio Sánchez
El primero de noviembre México volvió a mirar de frente a una de sus heridas más profundas “la violencia política’. Este día, el país se estremeció ante el asesinato del alcalde de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo, un hombre que, con todos sus aciertos y errores, se colocó en la primera línea de batalla contra la delincuencia que desangra a la nación, hasta que cegaron sus sueños de ver un municipio libre de todo mal.
Desde su llegada a la presidencia municipal, Manzo supo que el camino no sería sencillo, y es que el no era un político de discurso cómodo ni de silencios convenientes; era un hombre que decidió confrontar lo que otros preferían nombrar con eufemismos, fue un hombre que enfrentó a la criminalidad caminando a la par del pueblo, sin más blindaje que la convicción, siendo siempre para algunos, valentía pura.
Sin embargo, el mayor enemigo no siempre estuvo en las calles. También residía en las oficinas alfombradas donde se supone habita la protección del Estado. La indiferencia que bajaba desde el poder ejecutivo encontró eco en la pasividad burocrática de instituciones llamadas a salvaguardar la vida pública. Porque sí, hubo alertas. Sí, hubo solicitudes de apoyo. Y sí, hubo omisiones, siendo estas últimas “las más vistas por todo México”.
En esa cadena también pesó la respuesta tibia de quienes hoy ocupan cargos estratégicos en materia de seguridad nacional, como el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, ya que al final, el alcalde quedó expuesto, protegido apenas por una tela frágil de promesas y discursos, obligado a utilizar su propia integridad como escudo en una guerra desigual, donde perdió la batalla de forma ruin y cobarde, como los que no escucharon su petición de ayuda.
El desenlace fue el que el país, tristemente, ya sospecha cada vez que un servidor público decide no agachar la cabeza “la muerte”, un final que desnuda las fallas, negligencias y prioridades trastocadas de un gobierno más preocupado por la narrativa que por la vida y en todo caso la seguridad y prevención de los mexicanos.
Solo me resta decir lo siguiente: que si tuvo que morir para que otros abran los ojos, sería una cruel simplificación, porque su familia no merecía este sacrificio, y su pueblo tampoco. Sin embargo, aquí estamos, otra vez, levantando la voz porque la sangre derramada no debería convertirse en moneda política ni en espectáculo matutino, para que alguien sin escrúpulos salga a decir que lamenta y condena tal caso.
En los próximos días, cuando el telón del show gubernamental se levante, veremos si se honra su memoria con verdad o si se recurre al guion repetido, frío, distante y carente de empatía que siempre ha caracterizado a esta administración, y es que la memoria de quien cayó defendiendo un ideal no merece ser pisoteada por palabras huecas ni por discursos diseñado para aplaudidores de ocasión, esos que por un par de monedas señalan que todo está bien.
En síntesis de estas líneas llenas de dolor, solo me resta decir que Carlos Manzo murió como vivió “de pie” y aunque para algunos su nombre será una nota más en la estadística del horror nacional, para quienes aún creen en la dignidad pública, su historia es un recordatorio de que el valor, en México, aún existe, aunque a veces lo busquen silenciar para siempre.
