Mandé por error mi pensión a otra cuenta, y me quedé sin un centavo para comer. Todavía no entiendo cómo pasó. Yo juraba que había tocado otra opción, pero el teléfono me jugó una mala pasada y el dinero terminó en el lugar equivocado. Ni para comprar pan me quedó. Me senté en la cocina vacía, con una taza de té tan aguado que parecía solo agua sucia… y lloré. Lloré como no lo hacía desde que mis hijos me dijeron que ya no podía quedarme con ellos.

—Mamá, ya no podés seguir viviendo acá —me dijo mi hija hace un par de meses—. Es por los nenes, no queremos que te pongas nerviosa…

¿Estrés? Me mandaron a una pensión que huele a humedad, supuestamente para que estuviera más tranquila. Ellos siguieron con su vida… y yo, de pronto, me vi sola con la heladera vacía, la olla vacía, y el corazón igual de vacío.

Volví a coser, como hacía de niña. Una vecina me prestó una máquina vieja y empecé a hacer arreglos, dobladillos, lo que saliera. Pero ese día no tenía ni hilos, ni retazos, ni fuerzas.

—Dios mío —dije en voz alta mirando al techo, como esperando que alguien respondiera—. ¿Te cuesta tanto darme una señal?

Y esa señal llegó. Un claxon fuerte, largo, insistente. Salí pensando que sería algún vecino molesto. Pero no. Frente a la casa había un auto negro reluciente, con los vidrios oscuros. Se bajó un hombre alto, bien vestido, con un traje más caro que todo lo que había en mi cuarto.

—¿Usted es doña Teresa? —me preguntó.

—Depende quién lo dice —le respondí, algo a la defensiva.

—Jorge Alvear. Usted me transfirió por error su pensión esta mañana.

Sentí que el alma se me caía a los pies.

—Ay señor, mil disculpas, fue sin querer, intenté llamar al banco pero no logré nada… y no tengo a nadie que me ayude…

—Tranquila —me dijo sonriendo—. Vengo a devolverle el dinero. Y no solo eso.

Abrió un maletín, sacó un sobre y me lo puso en la mano. Ahí estaba: cada peso, intacto.

—¿Todo esto es… mío? —pregunté sin creerlo.

—Hasta con intereses. Me puse a averiguar de usted. Vi que fue costurera muchos años y que hace poco volvió a trabajar, a pesar de su edad.

Me dio pena que supiera tanto sobre mí.

—¿Cómo supo todo eso?

—Porque me recordó a mi madre. Ella también cosía. Y quiero proponerle algo.

Sin dejarme reaccionar, me subió al coche y me llevó a una fábrica. El lugar estaba lleno de vida: máquinas en marcha, aroma a telas nuevas, mujeres en sus puestos. Me temblaban las piernas. Pensé que era una broma.

—Necesito alguien que supervise el taller. Alguien con experiencia, mirada firme y corazón de acero. Usted es perfecta.

—Pero señor… yo no sé usar computadora, ni hablar inglés, ni tengo títulos…

—No me importa eso. Lo único que necesito… es a usted.

No pude ni contestarle. Me eché a llorar. Él puso una mano en mi hombro y dijo:

—Aquí va a tener un sueldo justo, comida caliente, y si quiere, hasta un lugar donde vivir. Se lo ganó… con trabajo, con esfuerzo… y con su honestidad.

No sé si fue una señal divina, el destino o una respuesta que tardó en llegar, pero esa noche, cuando regresé a mi cuarto, ya no me sentí sola. Porque después de mucho tiempo… tenía un mañana.

“Dios nunca llega tarde… solo toma caminos distintos para no dejarte sola.”