Ayuda humanitaria para Cuba: la discreción como política de Estado.

¡Ya basta!

Por: José Antonio Sánchez

La ayuda humanitaria, por definición, se ejerce a la vista de todos. Se anuncia, se documenta y se rinde cuentas de ella. Cuando eso no ocurre, deja de ser ayuda y se convierte en otra cosa: un acto político cuidadosamente envuelto en un discurso moral. En los tiempos que corren, la discreción “antes virtud administrativa” parece haberse transformado en política de Estado.

México ha enviado 80 mil barriles de petróleo a Cuba y ha decidido llamarlo “ayuda humanitaria”, sin embargo, resulta tan elástico como conveniente. A diferencia de la asistencia internacional tradicional, como son alimentos, medicinas e insumos básicos, ya que este apoyo fluye sin informes públicos detallados, sin claridad sobre destinatarios y sin un ejercicio pleno de rendición de cuentas. Preguntar no debería ser un gesto de deslealtad; es, en toda democracia funcional, una obligación ciudadana que todos y cada uno de los mexicanos deberían exigir.

Cuando un país enfrenta una emergencia, la ayuda se canaliza con protocolos claros y mecanismos de supervisión. Pero en este caso, los barriles navegan con más sigilo que los acuerdos que los sustentan. No hay facturas visibles, no hay contratos accesibles y no hay explicaciones suficientes. Solo hay una narrativa oficial que apela a la solidaridad, como si la palabra bastara para sustituir los datos y los mexicanos que cuestionen “Pues que chinguen a su madre y se acabó”.

La solidaridad, conviene recordarlo, no es un concepto abstracto ni una consigna ideológica. Es un acto concreto cuyo beneficiario debe ser identificable. Y aquí surge la pregunta central: ¿a quién beneficia realmente esta ayuda? Difícil sostener que el petróleo enviado esté resolviendo las carencias estructurales del pueblo cubano, cuando la escasez persiste y los apagones continúan. En cambio, el respaldo entre gobiernos ideológicamente afines parece fluir con notable eficiencia, como si estuvieran cocinando algo entre ellos nada más, como si a los cubanos con pan, aceite y azúcar tuvieran la vida resuelta y el futuro de los suyos en arranque, o en México con la beca de tres mil pesos todos puedan poder realizar sus sueños en un futuro no muy lejano.

Mientras tanto, la factura se cubre con recursos públicos. Recursos de ciudadanos que enfrentan altos costos de energía, combustibles cada vez más caros y servicios que distan de ser eficientes. El contraste es inevitable: se subsidia al exterior mientras en el ámbito interno persisten problemas que exigen atención urgente. No se trata de oponerse a la cooperación internacional, sino de exigir coherencia entre el discurso humanista y la realidad nacional.

Desde la tribuna oficial se insiste en que todo es legal, moral y necesario. La ausencia de información, lejos de asumirse como una falla, se presenta como una prueba de buena fe. Y quien cuestiona es rápidamente etiquetado como adversario político. En este contexto, la confianza sustituye a la rendición de cuentas, una sustitución peligrosa en cualquier sistema que se precie de democrático porque demuestra lo contrario y si algunos no lo notan o sufren de seguera testicular o de verdad son muy pen…

La verdadera ayuda humanitaria no teme a la transparencia; la presume. Se audita, se explica y se defiende con hechos, no con consignas. Cuando eso no ocurre, el silencio revela más que cualquier discurso. Llamar a las cosas por su nombre puede resultar incómodo, pero es indispensable: estamos ante un apoyo entre gobiernos, financiado con dinero público, protegido por la opacidad y justificado con un lenguaje moral que no admite réplica.

Desde 2018, el mensaje ha sido claro: aplaudir sin preguntar. Celebrar la generosidad sin revisar la cuenta. Pero la ciudadanía no está obligada a renunciar a su derecho a saber. Porque en política, como en la vida pública, la regla debería ser simple y contundente: si no hay transparencia, no hay ayuda humanitaria. Hay, en todo caso, una decisión política que debe explicarse con la misma claridad con la que se cobra.

¡Ya basta!